Hace unos 30 años, cuando vivía en Buenos Aires, un día escuché que pasaba el "camión de la basura". Me acuerdo que no había sacado las bolsas. Cuando salí a la calle, el camión ya iba en la esquina. Desesperado le grité al muchacho: "¡basurero, basurero! El joven me escuchó y regresó corriendo hasta mí. Tomó las bolsas y me dijo: "loco, yo no soy basurero, soy recolector de residuos". Sentí que lo había ofendido, le pedí disculpas y nos despedimos con un apretón de manos.
Años después conocí a un joven en Tucumán, amigo de mis amigos. Una noche, hablando de las cosas duras que nos pasaron en nuestras vidas, me contó que su padre había trabajado como "recolector de residuos". Aunque para todo el mundo su padre era el "basurero", y en la escuela él era el "hijo del basurero". Un apodo que le pusieron los demás chicos y que lo torturó durante su infancia.
Recordé lo que me había sucedido en Buenos Aires y comprendí que ambos casos son un ejemplo de dignidad, ese respeto y esa estima que una persona tiene de sí misma y que pide que los demás tengan de él. Porque, sea cual sea la labor que realiza una persona, el trabajo es un derecho y una necesidad que dignifica a las personas. Y lo último que se puede perder en esta vida es la dignidad.